viernes, 13 de junio de 2014

MI REFUGIO EN LOS REFUGIADOS




Como muchos otros días no tenía nada planificado para hacer, así es que llamé a mi amigo Gianni para ver si nos reuníamos en la mañana a hacer un safari fotográfico largamente pospuesto. Me dijo que nos juntáramos pasada las nueve de la mañana para después ir a ayudar a con los inmigrantes que la tarde anterior habían llegado desde Taranto al centro Ortolini de Martina Franca. Me pidió que reuniera ropa en desuso pero de buena calidad, de mi señora y, evidentemente de mi hijo. Se trataba de poco menos de 200 personas entre hombres, mujeres y niños.

Por la mañana mi esposa fue a dejar a nuestro hijo al colegio, mientras yo me dediqué juntar casi todas las camisas que en otra vida usaba a diario, pero que llevaban colgadas en el clóset casi dos años. Recolecté también algunas poleras, entre ellas una muy querida con un dibujo de Bansky, que con seguridad otro la podría aprovechar mejor y sin reparar en que para mi era una obra de arte. Mi esposa me había dejado un par de suéter y una chaqueta, en tanto mi hijo cooperó, sin saberlo, con uno de sus pocos juguetes para ser usados colectivamente. La verdad sé que lo estimaba, pero entre tantos niños que podrían usarlo al mismo tiempo, seguro estaría contento de compartirlo.

Cuando me junté con Gianni nos tomamos un café para después ir al mercado donde compramos algunas decenas de calzoncillos y sudaderas, no sin antes regatear un poco los precios argumentando nuestra noble causa.

Una vez en el centro de acogida hicimos una rápida visualización de la situación. Ganeses, somalíes, libios, sirianos hacían fila para duchas frías, otros para la visita médica, otros para desayunar. Fuimos a la cocina a pedir guantes, como suele usarse en estos casos y después nos dirigimos a dejar nuestra modesta donación a la despensa, con la tristeza de saber que solo alcanzaría para muy pocas de las personas que aún vestían las mismas ropas con que iniciaron la travesía desde sus países de origen. Todos, sin excepción, llevaban más de diez días con la misma vestimenta, atravesando no solo el Mar Mediterráneo en precarias e inestables embarcaciones, sino que algunos hasta el desierto del Sahara, cuyas arenas se tragaron también sus zapatos.

En la despensa se encontraba Bárbara que organizaba algunas pocas ropas que ya habían llegado desde otros anónimos hogares. Me quedé ayudándole mientras Gianni se perdía en otros menesteres no menos importantes. Poco a poco y a medida que los improvisados marineros se iban duchando,  despachábamos ropas limpias para reemplazar aquellas viejas, que directo a la basura, llevaban consigo también el polvo de su propia tierra, la pólvora de sus guerras, las lágrimas del destierro, las migas del largo viaje y el sudor de sus sueños.  Es curioso, pero los africanos -por señalar de algún modo sus diferentes nacionalidades- no querían camisas como las que yo había llevado, que en cambio sí recibían bien los de oriente medio; los primeros solo querían poleras, y ojalá negras. Lamentablemente para ellos a medida que pasaba el día llegaba casi exclusivamente ropa en matices claros, algo que con el correr del tiempo aprenderán es muy común en un país mediterráneo como Italia. Al final se resignaban y nadie protestaba. Faltaban eso si calzados, muchos aún se encontraban descalzos hasta que providencialmente llegaron un centenar de sandalias. Algo es algo, podríamos decir. Otro gran problema era la delgadez de los llegados, pues si bien algunas personas de noble corazón donaron ropas nuevas desde fábricas y tiendas, los pantalones eran demasiado grandes para sus esmirriadas cinturas,  de modo que se creó el problema de la falta de cinturones.

Después de los africanos tocó el turno de las familias sirianas. Las mujeres y los niños más pequeños tuvieron la fortuna de darse una ducha caliente en el único baño provisto de ésta en el área de la despensa de ropa. En su caso, primero se detenían en la bodega buscando ropas para ellas y sus niños y después entraban al baño a disfrutar, literalmente, una ducha tibia después de quizás cuando tiempo. Tanto ellas como sus niños salían renovadas. Pero no exentas de problemas ellas también se enfrentaron con el “italian style”, ya que no servía cualquier vestimenta. Como musulmanas debían rechazar tantas hermosas prendas que ya se quisiera cualquier mujer occidental. Algunas les gustaban, pero dejaba ver sus brazos o parte de ellos, de manera que no las podían recibir. En general necesitaban piezas de manga larga entre tonos oscuros, blancos. Algunas lograron combinar muy bien sus atuendos, aunque de igual modo debían cubrirse al final con su característica túnica larga.

En este proceso me puse a pensar en aquellos que rechazan la idea que las mujeres musulmanas se cubran tanto el cuerpo, como si fuese algo antinatural para los occidentales, católicos o laicos. Pero no es tan infrecuente y mucho más fácil de aceptar si tan solo pensáramos que jamás se nos pasaría por la cabeza esgrimir una opinión de rechazo a la manera como se visten nuestros curas y tan comunes monjas. O acaso debiéramos exigirle a Sor Cristina, la ganadora de The Voice Italia, que se vistiese con minifalda y camiseta. No, su elección de vida está cruzada y adquiere sentido en la religión, exactamente igual que muchas mujeres que viven una vida religiosa como musulmanas. La única diferencia es que para nosotros la religión es una elección, para ellos es consustancial a la propia cultura, y aceptar eso no es problema de los musulmanes, es problema nuestro.




En fin, después vinieron los niños y padres sirianos. El proceso fue igual al de los subsaharianos, con la sola diferencia que los niños deseaban también llevar consigo los juguetes que a cada tanto llegaban. Se llevaban algunos y después volvían, señalaban con gestos desear uno más y lo llevaban, así, tres, cuatro o cinco veces, hasta que en bodega solo quedaban peluches que no eran tan divertidos como la rana saltarina que había donado sin saberlo mi hijo. También entre los padres sirianos había unos pocos que hablaban inglés, a diferencia de los africanos que casi todos podían comunicarse muy bien en esa lengua. Los unos eran sin embargo diferentes a los otros, no solo por la piel blanca, sino que también con una dignidad diferente, tal vez aquella que da al padre de familia la necesidad de mantenerse firme y responsable por conducir a su esposa e hijos en el éxodo forzado por una vida simplemente vivible, dejando atrás historias trucadas por las bombas y los escombros.

El día se hizo demasiado breve, a las 15:20 horas le dije a Bárbara que debía marcharme para buscar a mi hijo en la escuela. Fueron 15 kilómetros felices. Por primera vez en este país sentía que tan cerca de casa podía ejercitar un poco eso que durante tanto tiempo hice en mi patria, bien sea pagado o como voluntario, ayudar a alguien. No creo que uno tenga la vocación de servicio plasmada en las células y no creo que antes no haya podido hacerlo; todos los días se viven enormes necesidades a la vuelta de la esquina y probablemente siempre hay oportunidades para ayudar, solo que ésta vez me sentí capaz, preparado y motivado. Me prometí volver al día siguiente.

Al alba de la nueva mañana, después de arreglar los asuntos de la casa partí sin saber mucho qué hacer esta vez. En el camino se me ocurrió que podría ser bueno entretener a los niños del centro con alguna actividad creativa como pintar. Pasé a comprar blocks de dibujo y lápices de cera, jockeys para hacer frente al candente sol del verano que se enciende ya que el día anterior había muy pocos y serían muy útiles para los niños; compré también unas pelotas de plástico porque si bien había juguetes el día anterior, no los suficientes como para juegos colectivos.

El día comenzó como el anterior, en el depósito de ropas. Bárbara ya estaba en el puesto y había apuro por entregar artículos de aseo personal y otras ropas limpias a los africanos que se embarcaban en dos buses con destino a otro centro en Nápoles. Unos cien partirían en este nuevo viaje. La fila era enorme y dábamos cuanto podíamos. En un momento salí para verlos y apreciar sus necesidades más urgentes. Reconocí a muchos con quienes el día anterior conversamos y les acompañé en su shopping solidario. Algunos me pedían cambiar algunas prendas por otras más cómodas, otros simplemente esperaban cualquier cosa adicional, un nuevo calzoncillo, un par de calcetines, un cepillo de dientes, un cinturón. Ésta vez llevé dos desde casa y busqué a dos personas con los pantalones suficientemente grandes como para merecerlos con apremio. No demoré mucho en encontrarlos y les dije que fueran por la ventana posterior de la bodega, que tenía sus cinturones para que se los pusieran. Thank you, thank you, se repetía con grandes sonrisas en los labios. Una vez más en los patios del recinto me puse a buscar nuevamente, no demoré mucho y encontré a Stephen que aún no conseguía zapatos. Sus pies negros tenían profundos surcos grises infiltrados de tierra calcárea que los hacían ver casi blancos. Le pregunté si acaso aún no había conseguido calzado y me respondió que no. Fui hasta la bodega y le di un par de sandalias de las muchas que había. Sé que me equivoqué, porque debí darle al menos otro par de un modelo distinto, así tendría para reponer en caso que, como probablemente ocurriría, las primeras resultaran dañadas dada la fragilidad evidente del material.

Después que los africanos abandonaron el recinto vino el turno de las familias sirianas, que por segunda vez y de a una entraban en la bodega para cambiar vestimentas o llevar consigo otras prendas más adecuadas. La jornada sería menos urgente que la anterior, así es que buscamos para ellos cuanto les satisficiera en las montañas de ropas que algunos misericordiosos habían dejado para la ocasión. Estaban más tranquilos en cuanto a sus necesidades básicas, aunque desde la óptica del destino y futuro, aún nada se sabía.

Terminada la repartición de vestimentas fui a ayudar a servir los almuerzos para los refugiados. A diferencia del anterior, también comí en el centro con otros voluntarios, ciertamente lo mismo que ellos. Para la ocasión se había preparado “risotto al sugo di pomodoro”, que en buen castellano no es otra cosa que arroz apelmazado con salsa de tomates, acompañado de “bastoncini Findus”, o sea, pequeños filetes apanados de merluza. Digamos que no era malo, y si todos comían con buena gana, yo también.

Después de almuerzo muchos se retiraron a descansar en sus catres de campaña donados por la aviación militar. Todo estaba más tranquilo desde que los otros ya habían partido y pudimos ordenar las cosas con más calma, ropas, basura, cocina, baños, etc. Los niños se divertían con sus juguetes, otros daban vueltas por el lugar sin mucho que hacer. Recordé que en la bodega había dejado los blocks de dibujo y los lápices de colores. Como no hay niños que se resistan a ellos, le pedí a uno de los padres que me ayudara a organizar a los pequeños para dibujar. Les propuse hacer un concurso, debían dibujar su casa y entre todos los niños elegirían los tres mejores de ellos, que tendrían por regalo una de las pelotas que también llevaba. Estaban realmente entusiasmados. Eran una veintena de entre dos y diez años que se sentaron frente a los mesones y comenzaron reflejar en ellos sus imágenes del ayer, sus experiencias, sus idealizaciones. Uno de ellos de tal vez dos años y medio se paraba después de hacer cada raya en el papel, se me acercaba y tiraba del pantalón para que viera su obra. Tenía una mirada angelical, de ojos grandes y ternura infinita. Cada vez que lo hacía me encontraba en condiciones solo de regalarle aquello que podría haber comprendido de mi, una sonrisa, una caricia en su mejilla y mi dedo pulgar al cielo como señal de aprobación. Me resultaba evidente que eso lo contentaba, y disciplinadamente volvía a su asiento una y otra vez.

Cuando terminaron de dibujar iniciamos el concurso. Era importante que ellos aprobaran o desaprobaran en conjunto los diseños. Le pedí al papá que me asistía que comunicara a los niños la forma de calificar los dibujos: si, con el dedo pulgar hacia arriba, no, con el dedo hacia abajo. Rápidamente me llamó la atención que dos niños, los más grandes entre ellos, para expresar la desaprobación de un dibujo llevaban el dedo pulgar no hacia abajo, sino que a la garganta, desplazándolo extendido sobre el contorno del cuello. Me perturbó un poco el gesto, lo había visto en televisión cuando una anciana jefa de un clan mafioso le ordenaba a su nieto, con el mismo gesto, matar a un rival. En el pasado y desde medio oriente han llegado a nuestras casas video extraordinariamente violentos de degüellos humanos, y no pude dejar de pensar, aunque brevemente, en lo internalizada que está en algunos niños ciertos tipos de violencia y sus signos, que con ellos se puede representar en un nivel paralelo tanto la muerte como la desaprobación. Sin embargo después recordé que en los albores de nuestra cultura occidental el gesto que yo exigía en los niños podía significar también la vida o la muerte para un gladiador. De cualquier modo, pedí a mi intérprete que transmitiera a los niños cambiar el gesto del pulgar por aplausos y gritos ensordecedores, buscando para ellos esta vez una posible vía de descarga emocional y expresiva menos contenida.

Como resultado de la experiencia aprendí cosas nuevas, tres niños ganaron sus pelotas y mi intérprete quedó un tanto frustrado porque ninguno de sus dos pequeños en competencia obtuvo premio, que evidentemente era solo la excusa para que salieran de la rutina. Intenté hacer una galería pública con los dibujos en los muros del centro, pero no pude conseguir cinta ni ningún tipo de adhesivo. Tuve que traerlos a casa y ahora forman parte de esta historia.



 







Ya avanzada la tarde di unas vueltas por el recinto, escuche conversaciones y reparé en que los inmigrantes estaban en una condición legal muy precaria. Pues para obtener la calidad de “refugiado político” en un país deben solicitar asilo en el lugar que esté dispuesto a dárselo, pero ninguno desea permanecer en Italia. Agradecen el rescate, pero saben que la situación social y económica del país no se presta para buscar oportunidades de inserción social y laboral. Desean llegar a Alemania, Suecia, Holanda, entre otros, pero cualquier persona que los lleve a un terminal de buses, a una estación de trenes, arriesga cárcel por favorecimiento de la inmigración ilegal, de modo que si bien son libres de moverse por el país aún sin haber pedido oficialmente asilo político, estar en un centro de acogida distante algunos kilómetros de la ciudad más cercana es obligarlos a un segundo éxodo. Me di cuenta que paradojalmente estaban en un limbo del que nadie les había advertido. Conversaba los asesores comunales entre si, llegó la policía, estaban los mediadores culturales, hablaban de como resolver el asunto pero no concluían nada. Los de la municipalidad decían que les resultaba imposible llamar un bus para dejarlos en los terminales o estaciones de trenes sin exponerse a cometer con ello un delito; los de la policía decían que podrían hacer como que no han visto nada; los mediadores urgían a ambos para encontrar una solución.

Ya estaba en el auto con el motor encendido listo para retirarme y sabía que el día siguiente no volvería a verlos. Apague el motor y bajé, sentía la imperiosa necesidad de despedirme de ese padre de familia que tan amablemente me ayudó a divertir a los niños. Pero también sentí que tenía que contarle aquello que ocurría a sus espaldas. Cuando entré en el galpón en el que permanecían estaban todos los padres reunidos en una suerte de comité de crisis. Me acerqué con delicadeza y le di las gracias por su ayuda, le conté que me marchaba pero también les expliqué cuál era su lugar y las condiciones en que se encontraban. Conversamos entre todos unos diez minutos al tiempo que él traducía al árabe para sus compañeros. Me agradecieron que les explicara la situación y que antes nadie lo había hecho. Les sugerí pidieran hablar con un representante de ACNUR o de la ONU, así como ponerse en contacto con consulados y embajadas de países en condiciones de recibir refugiados.

Italia desde hace miles de años ha sido un país que ha servido de entrada y puente entre oriente y occidente, así como la tierra que hizo brotar los sueños de grandes como Pitágoras o que inspiró el ideario libertario global de Garibaldi. Italia de hoy, con su mismo espíritu noble de antaño, se hunde lamentablemente en una burocracia que afecta a todos por igual, y donde los que llegan sin gran previsión, pagan el precio de las indecisiones.

Al final me vuelven a agradecer la honestidad y cada uno estrecha su mano con la mía. Por el contrario, les digo, gracias a ustedes por haberme permitido sentirme útil. Probablemente no nos volveremos a ver.


Rodrigo Torres Vicent


PS: Otra perspectiva:






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