El Estado
chileno y la cuestión mapuche
EL MOSTRADOR 7 de enero de 2013 http://www.elmostrador.cl
Si los gobernantes de un Estado
insisten en solucionar un problema social recurriendo al mismo instrumental
jurídico y político que está en el origen de ellos, el problema en cuestión
solo se hará más grande e irreductible en el futuro. Eso es lo que viene
ocurriendo en La Araucanía desde hace 100 años, y particularmente después de
1990, imponiéndose la autoridad del Estado con un arsenal que oscila entre
pequeño fomento productivo, un poquito de tierras y muchos policías.
El riesgo actual de esas relaciones
es que el conflicto violento se haga endémico y legítimo para la mayoría del
pueblo mapuche —lo que no ocurre todavía—, e introduzca una
distorsión total de gobernabilidad en el país variando a conflicto de
autodeterminación. Entonces habría ganado la opción violentista.
Nadie puede justificar desde ningún
punto de vista los hechos que terminaron con el asesinato de un matrimonio de
agricultores en un atentado incendiario en Vilcún. Se debe buscar y castigar a
los culpables. Pero sería un error político de proporciones activar toda la
fuerza y poder coercitivo del Estado de una manera territorial e
indiscriminada. Ello inevitablemente será percibido como una venganza contra el
pueblo mapuche y no un acto destinado a sancionar a los culpables.
La acumulación histórica de hechos y
su escalada actual obligan a pensar en la raíz del problema. Y ella está, si no
exclusivamente, en gran medida marcada por la forma como el Estado de Chile
creó “chilenos” e integró el territorio de La Araucanía. Con enormes hitos de
violencia documentados incluso por sus propios actores directos, como lo
explicitan los informes del Coronel Cornelio Saavedra, jefe militar del
proceso.
Los derivados de esa estrategia
militar de anexión y no de integración, acompañada por actos de confiscación,
venta y colonización de territorios, están demasiado cerca en el tiempo y es
imposible que no sean parte del imaginario mapuche en su relación con el Estado
de Chile. Son apenas tres generaciones completas que distancian la actualidad
de esos sucesos. Hay allí un fundamento emocional profundo que, unido a las
características de resciliencia del pueblo mapuche, son un aspecto importante a
considerar en el conflicto.
Es decir, no se trata de seguridad
ciudadana, derecho de propiedad o aplicación rigurosa de la ley, si bien hay
parte importante de ello. El problema se vincula a una crítica profunda del
proceso político de construcción del pacto social constitutivo del Estado de
Chile. Este, para la historiografía mapuche reciente, es una herida abierta y
una agresión.
Cualquier manual simple de manejo de
conflictos indica que se debe percibir con claridad la profundidad del
fundamento emocional del adversario, saber qué lo impulsa a la lucha, para
medir el esfuerzo que se debe emplear en solucionarlo. En el caso del pueblo
mapuche ello es muy intenso, y cada acción del Estado, fundada exclusivamente
en el prurito de la autoridad y la legalidad, ahonda la emoción negativa.
Así se lee que el policía que mató a
Matías Catrileo siga en servicio, que se inunden cementerios mapuches para una
central hidroeléctrica, o se cerquen terrenos que antes fueron propios y
libres. Y así se justifican los violentistas mapuches.
Es verdad que la emocionalidad del
Estado de Chile, expresada en la acción de sus gobernantes, no es menor en
términos de la imposición de la ley y la autoridad. Pero el Estado por pacto
constitutivo es el ente administrativo y político cuyo principal fin es
distribuir bienestar, paz social, desarrollo, justicia y seguridad, y tiene que
actuar en consecuencia, representando el bien común.
Ello debiera ser comprendido a fondo
por el gobierno y toda la elite política, pues crecientemente se va instalando
con validez social la idea no solamente de una “historia nacional del despojo
del pueblo mapuche”, sino de un Estado oligárquico que opera fuera del bien
común y al que no le importa la paz social y la seguridad política de la
sociedad.
Ello genera a su vez la percepción de
un déficit de legalidad y legitimidad de Estado, y terminará produciendo una
fisura importante en el sentido de nación, pues la vieja convicción del
sentimiento nacional arraigado como sustento del Estado, en la cual se han
formado las generaciones de los siglos XX y XXI, está llegando a su fin, en
primer lugar con el conflicto mapuche, pero también con temas ambientales y de
equidad territorial.
El problema mapuche puede
escalar no solo en violencia, con formas de paramilitarismo de variada
procedencia y mayor represión del Estado central, sino también política. La
propia ONU ha sostenido que los pueblos que se sientan una nación tienen
el derecho de formar su propio Estado y consecuentemente su propio país, y no
se debe descartar que si se siguen acumulando errores, la reivindicación del
Estado propio llegará.
La idea altamente ideológica de que
los Estados son organizaciones formadas de una vez y para siempre es un error.
Lo ha demostrado con creces la historia reciente. El Estado como ente jurídico
y moral hay que cultivarlo en la libertad, la equidad y la justicia. La
percepción de la vigencia real de estos valores vive en la cultura de cada
persona que habita el territorio del país y cultivarla es responsabilidad del
Estado.
Hoy el país está frente a un problema
político referido a la constitución del Estado, cuya solución implica acuerdos
sobre su organización y gobierno interno en la región, representación política
y satisfacciones de carácter económico y cultural del pueblo mapuche, quien no
está conforme con su inserción en nuestro Estado. Pero de la misma manera,
requiere una postura clara de condena y no justificación de los hechos de
violencia, bajo argumentos de la historia pasada.
Es necesario recalcar que no hay
muchas alternativas. El tema mapuche acompaña toda la historia del país y de
alguna manera sus hitos más importantes están signados por la violencia, pese a
que los mapuches han hecho esfuerzos importantes de integración pacífica
en el pasado. El reimpulso a las identidades que se dio entre ellos en los
años 90 ha resultado, por errores de la propia democracia, no solo en entidades
no sumisas, que buscan tanto derechos ciudadanos como calidad de inserción como
nación en el Estado, lo que es justo. También ha habido un impulso a la
violencia por intransigencia y miopía estatal, que hoy lamentamos.
Si deseamos tenerlos como parte
integrada del Estado de Chile, debemos actuar en consecuencia y entablar un
diálogo efectivo sobre autonomía política funcional, desarrollo económico,
representación parlamentaria y existencia y derechos constitucionalmente
reconocidos. Hay que hacerlos parte de la riqueza forestal y agrícola de
tierras que una vez les pertenecieron y, sobre todo, lavar de manera digna la
heridas de la guerra que el Estado de Chile llevó contra el pueblo
mapuche, y de la cual resultaron pérdidas de derechos ciudadanos, de
libertad y de cultura. Ese es la parte simbólica fundamental de la solución.
Aún resuena, para la verdad histórica y nuestra
vergüenza lo escrito por Cornelio Saavedra en 1870: “La guerra, llevada por el
sistema de las invasiones de nuestro ejército al interior de la tierra
indígena, será siempre destructora, costosa y sobre todo interminable,
mereciendo todavía otro calificativo que la hace mil veces más odiosa y
desmoralizadora de nuestro ejército. Como los salvajes araucanos, por la
calidad de los campos que dominan, se hallan lejos del alcance de nuestros
soldados, no queda otra acción que la peor y la más repugnante que se emplea en
esta clase de guerra, es decir: quemar sus ranchos, tomar sus familias,
arrebatarles sus ganados; destruir en una palabra todo lo que no se les pueda
quitar. ¿Es posible acaso concluir con una guerra de esta manera, o reducir a
los indios a una obediencia durable?”.
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